MAYRA


POR: JOSUÉ BARRÓN

Me tomó de la cintura y metió su lengua a mi boca delineada por el sol. Mayra Poginni vivía en Antofagasta pero le gustaba vacacionar en Iquique. Su padre, desde hace quince años, vendía automóviles deportivos en la ciudad. Mayra tiene unos encantadores ojos verdes y una sonrisa que fue el motivo que terminábamos besando en un atardecer de verano.

Habíamos bebido suficientes cervezas para que nuestros cuerpos sudorosos se juntaran cada vez más. Su bronceado es perfecto. Lleva un biquini turquesa diminuto que dibuja perfectamente la circunferencia de sus nalgas. 

Sus cabellos ondeados se arremolinan con el aire y acompasan la música electrónica que pincha el DJ. Cuando terminó de besarme sonríe dulcemente para luego cogerme las manos y llevármelas a su nuca. Su mano va a su brasier y saca dos pastillas de una pequeña bolsa de plástico. Se la lleva a la boca y saca la punta de su lengua. Me acerco, temeroso, y la cojo con mis labios. 

Mayra se lleva la otra pastilla a la boca. Me sonríe. Nunca he conocido a un hombre con unos ojos tan hermosos, me dice al oído. La beso. Mayra cerró la puerta de mi departamento y nunca más regresó. Bebí toda esa semana. Contemplaba las fotos que la había fotografiado en mi habitación. Recordaba cuando mis manos jugaban con su cabello mojado mientras sus pechos saltaban al ritmo de mi cadera. 

Abrí los ojos y Mayra estaba frente a mí, enamoradísima, de un hombre que nunca había visto en su vida pero sentía que un aura solar lo envolvía esa tarde de verano en Iquique. He llegado a Iquique a trabajar y escribir, le dije. ¿Eres escritor?, es la primera vez que conozco a alguien que escribe. Seguro que les escribes poemas a todas las chicas que besas. Sonreí. Los colores psicodélicos se apoderaban de mi cabeza. La música electrónica empezaba a darle ritmo a mi corazón. Volví a cerrar los ojos para que el perfume de su cuerpo solar me embriagara. 

Me acerqué a la ventanilla del autobús y pedí un pasaje para Tacna. Mi periplo estaba planificado: llegaré mañana en la tarde e inmediatamente me iré a Arica. Desde su terrapuerto tomaré el último autobús que me llevará a Iquique. Enseñaré, durante dos meses, en la Universidad de Prad, literatura peruana. Elijo un asiento del lado del pasillo. Una hermosa mujer se sienta a mi costado. Su silencio hace elegancia a su cabello negro. Observa detenidamente el paisaje. Cruza sus piernas y descubre tímidamente sus pies desnudos. 

Ha amanecido y Mayra me pide que abrigue sus pies. Los cruzas sobre el mío. Yo enrosco mis manos alrededor de su filosa cintura. No quiere besarme, me dice tajantemente porque no se ha cepillado los dientes. Le sonrío y trato inútilmente de otorgarle calor. Es primavera en nuestros cuerpos. Rodeados del sabor de la mañana tratamos de ser felices mientras nos rodea un sinfín de libros que pocos hablan de nosotros. 

Mayra tiene unos hermosos ojos negros que profundizan las dudas de su corazón. Siempre me gusta contemplarlos para encontrar el tiempo en ellos. Observamos el techo y le explico detalladamente el significado del signo libra. Le hago comparaciones con su personalidad como tratando de evitar un futuro condenatorio. Mayra me dice que no me responderá y que mi obsesión por encontrar una explicación a todo lo que me rodea ha provocado que mi devenir se convierta en dudas más que aciertos. Mayra tenía dieciséis años cuando la conocí. Llegaba al aula con un buzo celeste y su rebeldía despiadada a cuestas. Se sentaba en la primera fila en la antepenúltima carpeta. Recogía sus piernas y contemplaba el unísono. Siempre lo hacía y siempre lo hará como ahora que no deja de observar el techo. Pocas veces conversamos, pocas veces intercambiamos miradas; Mayra estaba profundamente enamorada del que sería el padre de su hijo. Y yo estaba profundamente enamorado de Sofía. 

Diez años después, con nuestras cicatrices mimetizadas, estamos en silencio y observamos el techo que nos alberga como si el vacío parte de nuestra vida. Mayra es la última mujer que ha despertado la sensibilidad de extrañar el aroma de un cuerpo. La voy a recoger al paradero de la avenida. Mayra se aproxima con un helado, su bolsa negra y una chaqueta de cuero. No nos hemos visto desde el colegio. Me sonríe. He vuelto de Chile después de un mes. Le he invitado a mi casa para beber una botella de pisco y escuchar música. 

¡También tienes moto!, me afirma como buscando relación con una pareja pasada. Le explico detalladamente el año y la fabricación de mi moto. Se pone el casco y la llevo a mi casa. Sube las escaleras y le tapo los ojos para que descubra lo que habita en esos diez metros cuadrados. No coge ningún libro pero me afirma que estoy demente por tener tantos. Observo sus actitudes inconscientes. Se sienta en mi cama y pone su bolso en mi alfombra. Saca de ella un panecillo de queso derretido. Le alcanzo su vaso de pisco con sandía y yerbabuena. Hago un brindis y me pregunta que he hecho todos estos años. 

Es difícil contarle todo lo que me ha sucedido en estos diez años en una sola noche. Es difícil contarle que ido en tumbo en tumbos por la vida y que mi única manera de exiliarme de la realidad ha sido leer y escribir. Sonrío y le afirmo que me he dedicado a escribir y viajar. No trato de hacerme el interesante solo trato de brindarle una parte de mi realidad. He prometido olvidar algunos años de mi vida. No quiero contarle de Cuba ni qué pasó cuando regresé de ella. 

Mayra me describe las pestañas de su hijo. Siento ese amor de madre que desborda las paredes mi casa. Hila la conversación con actividades que hace Sebastián. En mi computadora se escucha Pan con mantequilla del grupo Amén. Con una sonrisa a flor de piel me confiesa que vive en Ventanilla como afirma la canción. Yo, en cambio, le confieso, que he dejado Miraflores por vivir en esta habitación donde más se ajusta a mi soledad. 

Tarareamos la letra. Mayra conoce las canciones que le pongo. Me cuenta sobre un bar de Ventanilla donde escuchó mucho rock y reggae. Creía que eras salsera, le digo asombrado. ¿Por qué crees que todos los que vivimos en el Callao debemos escuchar salsa? Es parte de su identidad le respondo. Luego me cuenta de su padre y su abuelo, la filiación con el mar y sus engreimientos como advirtiéndome que no me enamoré de ella. 

Yo no le cuento nada, solo me dedico a escucharla, comentarle las canciones que escojo y burlarme de las situaciones que he tenido en mi vida. Trato de no preguntarle sobre el padre de Sebastián, tampoco tengo la preponderancia de contarle sobre Sofía. En cambio, le confieso que tuve un bar y que gracias a él aprendí a preparar cócteles y escuchar música "no comercial". No le cuento que lo vendí y con ese dinero me fui a Cuba tampoco que escribí un libro ni que he tratado de ser un alumno sobresaliente en mis clases de la universidad. Es mejor escucharla detenidamente y explicarle la profundad de sus ojos o la relación de su signo libra con su personalidad. 

Abro los ojos y Mayra mueve sus caderas bronceadas al son de la música. Son las ocho de la noche en una playa que está a treinta horas de Lima. Mayra tiene diecinueve años y no tiene hijos, solo unos hermosos ojos verdes que prolongará el atardecer. Me saca de su cooler dos Budweiser. Levanta la botella y me brinda por un verano eterno conmigo. 

Su cuerpo caliente se acerca a mi abdomen. El padre de Mayra es mi jefe. Un pakistaní que exporta automóviles Camaro para vender a mayoristas selectos de varios países. Desde la primera vez que te vi me encantaste y le dije a mi padre que quería enseñarte las playas de Iquique. Mayra tiene un Camaro amarillo estacionado en el parqueo de la playa y una habitación, que su padre ha pagado por todas las vacaciones, en un hotel lujoso. Me toma de la mano y nos acercamos a sus amigos. Toma su bolsa y saca las llaves del Camaro. Se despide de todos y me toma, otra vez, de la mano. Dónde vamos amor, le pregunto tímidamente. Quiero que sepas como hacemos el amor las chilenas.

Caminamos de la mano por la calle Berlín. Mayra con un blue jean azul y su chaqueta de cuero negro, me lleva de la mano y le da una armonía a mi vida. Le llevo a conocer un bar donde siempre bebo. Nos paramos frente a la barra y me sonríe. Me dice que me quiere mucho, mirándome fijamente a los ojos, que ha sido las últimas tres semanas más hermosas de su vida. Mayra deja su bolso en el asiento de atrás y pisa el acelerador. Sube el volumen: Maroon 5, “Sugar”. Empieza a cantarlo con su perfecto inglés. Llevo la lata de cerveza a mi boca. Con esa canción me cansaré, Josué. Una playa, un atardecer y mucho vino blanco. 

Llegamos al edificio. Mayra saluda al conserje y este le queda mirando los pechos que sobresalen de su pequeño biquini turquesa. Estaciona en un lado de la cochera. Salgo del auto hermosamente amarillo como el sol. Se acerca y me besa apasionadamente. Quiero que me hagas gemir, me dice mirándome a los ojos mientras con su mano coge el bulto que sobresale de mi short. Se abre el ascensor, Mayra presiona el botón del noveno piso. Empiezo a besar sus pechos redondos. Espera po, espera. El ascensor se abre, coge mi mano y entramos a su habitación. No enciende las luces. Me lleva con dirección a su sillón y me empuja. Se saca la ropa de baño. Cae el pequeño biquini. La luna no socava el calor que hay en la habitación. Desabotona lentamente mi short floreado. Mi cuerpo bronceado brilla en la noche. Mayra se acerca a mi cuello y me besa lentamente. Empieza a bajar.
Llega a mi ombligo y contemplo sus ojos verdes profundo. Mayra tiene unos ojos negros profundos y su gemido es acompasado con el silencio de la noche. Le escribo un poema en la clavícula. Es la frase de tu amor, le digo. Su carcajada estruendosa se apodera de los espacios de mi habitación. Observo el techo mientras Mayra, con un movimiento rítmico, coge con su mano mi miembro viril. Se para y se sienta encima. Levanta sus manos y repite mi nombre. Sus movimientos son violentos y ascendentes. Se acerca y muerde mis labios. El sofá soporta los movimientos mientras los gemidos se esparcen como pólvora por la habitación. 

Pienso en Mayra. No entiendo por qué nunca más volvió. La esperé hasta el último momento para que me llamará y me dijera: te espero en el terminal. Eso nunca sucedió. Siempre me decía que huía de algo que ella desconocía. Nunca le dije de lo que huía, era mejor callar y reconstruir cada instante en mi vida con la escritura. Mayra enrosca sus cabellos rubios con mi pecho, me pide que siga. Intempestivamente me pide que me pare. Mayra se voltea, se recuesta en el mango del sofá y me pide que la penetre con violencia. Observo el cuadro “La noche estrellada” de Van Gogh que le da equilibrio a su hogar. Mayra gime desesperada y me repite que no pare. Aprieto mis manos a sus caderas y le doy armonía a los golpes de nuestros cuerpos. Pienso en Mayra también en Muddy Waters and The Rolling Stone interpretando un blues interminable. El sudor de nuestros cuerpos contamina el aire, la tierra, el mar, el maldito sol que se oculta en mi corazón. Pienso en Mayra en cada arremetida como queriendo sacar su amor por mis poros y demostrar que puedo amar a todas las mujeres de este universo aunque todas ellas lleven su nombre, su aroma y su sudor.

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