Contra la corrupción, más democracia

¿Por qué en tres lustros de democracia hemos sido Incapaces de erradicar la corrupción?

El Perú está hoy envuelto en una vorágine de casos de corrupción que vienen estallando uno tras otro en los últimos años años: presidentes regionales corruptos, un hermano del presidente usurpa su representación para hacer negocios en Rusia, un expresidente-garante que no puede explicar su repentina fortuna, lobbystas amigos de Palacio que se enriquecen valiéndose de su cercanía al poder, etc. Lamentablemente este fenómeno NO es nuevo en el país, pero indigna a muchos porque esta miseria moral se exhibe en un gobierno que llegó al poder proclamando “la honestidad hace la diferencia”, y porque los involucrados disfrutan de impunidad. Y si bien la corrupción estatal es de muy larga data en su dimensión institucional, la que vivimos ahora es “herencia” de 50 años de populismo, autoritarismo y demagogia, y también consecuencia de la indolencia de la clase política ante el problema.

La dictadura izquierdista del general Velasco Alvarado nos dejó un estado sin sistemas de control, con una Contraloría apéndice del gobierno, un sistema de justicia dependiente del poder central, y una burocracia enorme corroída por la corrupción. Y así, tal cual, aquel estado quedó consagrado como intocable por la Constitución impuesta por aquel régimen en 1979.

Los dos gobiernos democráticos posteriores no cambiaron esa situación. Ejercieron el poder bajo las reglas fijadas por aquel marco constitucional. Por eso en los 80 las mayores fuentes de corrupción fueron la enorme burocracia, las 150 empresas estatales que dejó el velasquismo, y el intervencionismo que instituyó la coima en la concesión de divisas, licencias, permisos y todo tipo de autorizaciones que se requería para hacer empresa. Éramos entonces la Venezuela chavista de hoy, considerada por Transparencia Internacional el país más corrupto del mundo.

La Constitución de 1993 desmontó el intervencionismo, redujo la inmensa burocracia al mínimo, liquidó casi todas las empresas estatales y liberalizó la economía desatando las fuerzas del mercado que impulsaron el Perú emergente de hoy. Pero, se postergó la reforma del sistema nacional de control, de la administración de justicia, la policía y otras reformas indispensables para acabar con la corrupción sistémica. Quedaron abiertas así las brechas institucionales que hicieron posible la penetración de la red mafiosa de Montesinos en los 90.

En las sociedades libres, las instituciones encargadas de combatir la corrupción y otros delitos sí funcionan porque son autónomas e independientes del gobierno y de cualquier otro poder. La libertad permite además que la prensa y los ciudadanos ejerzan un fiscalización adicional sobre sus autoridades y los funcionarios públicos. Es gracias a esta libertad, asentada en 15 años de continuidad democrática, que el Perú ha desarrollado las reservas necesarias para enfrentar la corrupción actual. En un régimen autoritario y sin libertades ello hubiese sido imposible.

Si no hemos avanzado más en ese terreno es porque nuestra clase dirigente ha sido incapaz de desmontar el complejo andamiaje institucional que nos dejó el estatismo y que el fujimorato no pudo liquidar. Se trata de toda una estructura política, administrativa y jurídica construida de manera exprofesa para que siempre queden impunes quienes se roban el dinero de los ciudadanos desde el poder político (Ver La impunidad es la raíz).

Tras la caída de Montesinos muchos creímos que llegaría el final de la corrupción, pero no. Lo más frustrante es ver hoy a aquellos que lideraron aquella cruzada moralizadora envueltos en corruptelas iguales o peores que las que repudiaron con vehemencia.

La única manera de ganarle la guerra a la corrupción es fortaleciendo la institucionalidad democrática, dándole independencia y autonomía a los organismos de control y de administración de justicia, y empoderando a los ciudadanos para que fiscalicen a sus autoridades. Es decir, más libertad y más democracia. Solo así podremos brindarle seguridad a los fiscales y jueces dispuestos a combatir esa lacra.


Por Víctor Robles Sosa

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