MIJAEL GARRIDO LECCA ACERCA DEL HEROÍSMO: UNA RESPUESTA A ANTONIO ZAPATA


Nuestro país tendría que ser muy pequeño en no reconocer el heroísmo que arriesgar la vida por la república y el prójimo implican.

La semana pasada leí, como siempre, la columna del Profesor Zapata en La República. Sus textos forman parte de mis lecturas obligatorias semanalmente porque disfruto de su amplio conocimiento de la Historia y escucho una voz que reta la estructura liberal sobre la que soporto la mayoría de mis opiniones. La columna pasada, sin embargo, carga con un error profundo en las categorías que plantea y -con el mejor ánimo de plantear un contrapunto- me permitiré refutar sus argumentos. Su nota se titula “Acerca del heroísmo” y la pueden ver aquí.

Empiezo por donde Zapata termina: dice -sobre la calificación de héroes a los comandos Chavín de Huántar- que es preferible guardar ciertas palabras para situaciones que lo ameriten. Los estribos están en su texto: Zapata señala que nuestros comandos cumplieron diligentemente con una labor que debe ser reconocida. El heroísmo, empero, se escapa de las acciones que tuvieron lugar hace 20 años. Esto porque en la concepción de heroísmo en la que Zapata opera, la muerte en el cumplimiento de la función es una condición ineludible.

No estoy de acuerdo. El propio Zapata utiliza -con rigor y justicia- el mismo calificativo para Teodomiro Gutiérrez “Rumi Maqui” y Mercedes Cabello. Zapata encaja esta categoría en dos de las columnas que escribiera en el mismo diario en dos momentos del año 2015 (pueden ver esos textos aquí y aquí). Esto cobra relevancia porque ninguno de estos dos héroes murió -con certeza- en defensa de sus ideales. Sería tremendamente mezquino desmerecer la acción excepcional de estas personas por haber sorteado en su momento a la muerte.

Aquí aparece el problema: una cosa es ser un héroe y otra es ser un mártir. Lo complejo reside en que estas dos categorías no son -bajo ninguna lógica- excluyentes. De hecho, se sobreponen en una gran cantidad de casos que las páginas de la Historia narran: Grau, Bolognesi y Ugarte -como para abonar en esa línea-. Las preguntas que desde la lógica cabe hacerse son: ¿todo héroe es un mártir? Por otro lado, dándole la vuelta al tema: ¿todo mártir es un héroe? No lo creo. Y creo con convicción que la esencia de ambos términos es muy distinta.

Acompaño a Zapata en las premisas sobre las que sostiene su argumento: un héroe debe actuar en condiciones extraordinarias de manera excepcional. Un héroe solo puede ser conjurado en un contexto extremo que de no ser empujaría hacia la discreción a estas personas que se inmortalizan en el tiempo. Hasta aquí, plantea Zapata, los comandos encajan en los requisitos. La inflexión está en que los 140 comandos que sobrevivieron podrían pertenecer a este grupo si es que hubieran muerto y si es que hubiesen luchado en desventaja militar.

Los héroes forjan su lugar en la Historia por una acción concreta dentro de un contexto excepcional. El gran castigo que, algunos, deben soportar es -justamente- seguir viviendo. El camino hacia la totemización de una personalidad es uno mucho más amable si es que el héroe ha muerto. Esto es porque la muerte aleja a la futura leyenda de los achaques de lo mundano. De los yerros futuros y del escrutinio al que todas sus acciones quedarán sometidas. La muerte abre la puerta a todas las narrativas y a todas las recordaciones simbólicas.

Zapata pregunta por qué Bolognesi es el héroe del Ejército del Perú y no Cáceres. El segundo luchó con mayor éxito por más tiempo en contra de los invasores en esa triste guerra. Cáceres no sólo sobrevivió, sino que se dedicó a la política y ocupó la Presidencia. El Brujo amasó, así, a un nutrido grupo de detractores que -con o sin justicia- atacó su acción. Bolognesi murió luchando; Cáceres murió en 1923 luego de haber luchado con el mismo pundonor y por el mismo ideal. Es que la vida misma desmitifica el halo que la muerte gloriosa da.

La lista de héroes militares que vivieron más que las acciones que los elevaron es inmensa y nuestros comandos la integran. Lucharon en condiciones extraordinarias contra un enemigo inferior en números pero mejor posicionado desde el ángulo de la estrategia: más de 70 civiles a su merced. El éxito de la operación de rescate yace en que la inteligencia, la táctica y la ejecución milimétrica del plan lograron desactivar esa disparidad que la acción terrorista supone. Los comandos tuvieron la suerte de vivir más que su propia hazaña.

Nuestro país tendría que ser muy pequeño en no reconocer el heroísmo que arriesgar la vida por la república y el prójimo implican. El heroísmo reside en apostar la vida por un ideal. El destino define si es que la vida de esos guerreros continua o no. La suerte del héroe queda echada cuando se toma la decisión de combatir y se ejecuta con valor. Cuando se cruza el Rubicón, cuando se salta al peligro, cuando se enfrenta al miedo gigante. Como lo hicieron nuestros comandos. Como lo hizo Oyague al hundir la Covadonga frente a Chancay.

Cierro: el héroe discreto Decio Oyague -gran Marino- condenado a la sombra de la Historia por haber sobrevivido a su guerra. Uno de los historiadores de quien más he aprendido sobre la guerra con Chile dijo con abrumadora lucidez sobre Oyague: “Nuestro jefe se llamaba Decio Oyague y fue uno de los pocos que ganaron un enfrentamiento en esa infausta guerra. Se halla lamentablemente olvidado porque nos gusta recordar a los perdedores que murieron en forma heroica, pero de una manera absurda ignoramos a los vencedores”.

Esas líneas las escribió el profesor Antonio Zapata.

¡Gloria eterna a nuestros comandos!

¡Gloria eterna a nuestros comandos!